Los niños se expresan sus sentimientos de manera inmediata, natural,
sin ningún tipo de filtro. De manera espontánea, un niño expresa su
temor o su disgusto por algo llorando. Cuando le quitas un juguete se
enfada y cuando juegas con él se ríe y muestra su bienestar.
El niño pequeño no tiene ningún tipo de problema en mostrarse como
es, como siente, y no piensa cual es el tipo de reacción que debe tener,
que es lo correcto, que es lo que se espera de él.
Desgraciadamente esta espontaneidad la perdemos con los años y con la experiencia.
Aprendemos que no siempre nos resulta beneficioso mostrarnos tal como
somos y aprendemos a ocultar nuestros sentimientos. Cuanto más
profundos son estos más nos esforzamos en ocultarlos.
Comenzamos por ocultar nuestros más íntimos sentimientos a los demás y acabamos ocultándolos a nosotros mismos.
Los sistemas educativos occidentales han insistido siempre en que lo
correcto es ocultar los sentimientos y permanecer impertérritos ante
cualquier tipo de estímulo que provoque nuestra sensibilidad.
De tal manera nos hemos esforzado durante todo nuestro aprendizaje en
ocultarnos que hemos perdido la sensibilidad necesaria ante ellos. No
nos damos cuenta hasta que alcanzan un determinado grado de intensidad
de la que ya no podemos sustraernos. Pero posiblemente, en muchos casos,
sea ya demasiado tarde.
Esta insensibilidad ante nuestros propios sentimientos más profundos
nos hace convertirnos en personas frías e insensibles ante la alegría o
el dolor de los demás, ante la belleza o el horror. Perdemos
espontaneidad y la energía vital para ser más creativos, para disfrutar
más de la vida.
Existen algunas medios para poder superar este “bloqueo” de nuestros
sentidos y conseguir ser más conscientes de nuestros sentimientos más
profundos.
El más importante de estos métodos es cualquier tipo de expresión artística.
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